En los últimos días, estamos asistiendo
a una proliferación de las intimidaciones a la libertad de expresión a través
de Twitter.
Una bloguera ha sido condenada a 20
meses de cárcel por criticar al emir de Kuwait, Sabah Al-Ahmad Al-Jaber Al-Sabah.
Sara Al Driss ha sido acusada de publicar cuatro tuits que “minan el estatus del
emir”, aunque la sentencia podría suspenderse si la joven pagase una multa de 200
dinares kuwaitíes (alrededor de 540 euros).
El gobierno kuwaití lleva tiempo
señalando que castigará a todos los usuarios de redes sociales que publiquen
comentarios críticos con los valores tradicionales establecidos. Dicho y hecho.
Actualmente, hay dos blogueros encarcelados en Kuwait y al menos 25 personas
han sido imputadas.
La privación de este derecho
fundamental recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos parece
haberse asentado en Turquía. Desde la protesta ciudadana del pasado
viernes contra el proyecto de urbanizar el Parque Gezi en Estambul, las redes
sociales se han convertido en la herramienta principal para convocar a los
manifestantes y para protestar contra la violencia policial. Las movilizaciones han dejado tres muertos y
miles de heridos. Además, entre los numerosos detenidos hay al menos 29 personas acusadas
de incitar a la sublevación y de difundir propaganda a través de Twitter.
En el país con más periodistas
encarcelados del mundo (32 de 175), los principales medios de comunicación guardan silencio ante
el estallido turco. No les importa el deber de informar. No les importa denunciar las injusticias. El cuento no es nuevo: la mayoría de las empresas mediáticas son afines a la ideología
del partido del primer ministro o prefieren no enemistarse con quienes mantienen relaciones comerciales.